funeral en el jardín

Vuelvo a aquella casa donde aprendí a hablar con los árboles y a atravesar los espejos. La acaricio dulcemente y en su vacío siento el dolor del pasado perdido. Le pregunto por nuestros secretos, ruedo mis dedos por sus paredes, le quito el polvo a sus ventanas y camino con los ojos cerrados. Desde el baúl me saludan los muñecos dormidos y el ropero me muestra los trajes en miniatura que ya no caben en mis largas piernas.

Llego en el momento preciso, en el jardín la bruja ha muerto derretida por la lluvia. Asisto a su funeral en puntillas mientras el duende, su hijo adoptivo, come melocotones y se pinta la cara con carbón. No llevo flores ni canciones, pero en mi mente danzan vivos los recuerdos de las noches de tormenta fría en las que me asustaba. Recuerdo las madrugadas en las que la veia correr alborotada por el jardín enseñando a berrar a los duendes. Recuerdo cuando se peleaba con los gatos y les lanzaba cuervos desplumados. Recuerdo cuando enviaba a su hijo el duende a dormirse debajo de mi cama. Recuerdo su silueta reflejando en la ventana. Recuerdo el rechinar de sus zuecos de madera. Recuerdo sus lágrimas solitarias cuando crecimos y la casa se quedó sin niños a quienes asustar.

Asisto al funeral de la bruja en el jardín, de puntillas. Junto a su hijo devoro melocotones y me pinto la cara con carbón. Asomo a mirar su rostro arrugado y para provocarle una sonrisa de placer en su día de partida, finjo que me asusta su vetusto rostro y su vestido raído. Finjo recordar el miedo de las noches solitarias.

Ha muerto la bruja derretida por la lluvia, ha muerto con los ojos abiertos como pretendiendo llevarse vivos en su memoria la casa, a su hijo el duende y mi miedo.

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