Recuerdo la tarde en que me tomaste por primera vez de la mano y sentí el sudor que rebasó entre mis dedos. Entonces supe que jamás me libraría de tu danza interminable, de tus pies resintiéndose a la muerte, de tus dedos flacos. Ni de tu sombrero cómplice negándose a los caprichos del viento.

¡Pobre niña huérfana! dicen las mujeres de los vestidos negros en la plaza, cuando me ven llegar atada a tu mano y a tu comparsa invisible.

He aprendido a enredarme en tus polleras y a oír contigo la música que nadie quiere oír. Aquella música que resuma por los poros de tu piel, la que recorre tus venas, la que no te abandona.

He aprendido a sentir bajo la planta de mis pies el cosquilleo del movimiento, tratando de llegar junto a ti al momento preciso del repique de los tambores y llevar el pulso de tu zapateo.

Entonces te pierdo y desapareces en la plaza vacía como un cometa abandonado en el cielo. Ya no puedo seguir tus pasos y sólo oigo risas y palabras lastimeras, las que me transportan al día, en que dicen comenzó tu trance infinito, tu danza maldita.

Mirando brincar tus pies cuarteados pienso en el día que sucesora de tu delirio vista polleras coloridas y sombrero raído. El día que embriagada con tu danza, heredera de tu soledad y el cuarto vacío, dance también para espantar la muerte y el miedo, la soledad, el abandono y la injusticia del olvido.

Si finalmente me acurrucaste en tu lecho para continuar con la labor de tu designio, no debo soltar tu mano y continuar con el pulso de tu danza.

Vamos a casa abuela que hay que hervir la leche y amasar los panes, ya las mujeres de vestidos negros guardan sus bultos y sus palabras. Se van como cada día sin saber que eres su protectora, sin saber que tus pies y tu danza alejan el miedo de sus polleras y de sus hijos.

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